Max
Me disparó.
El amor de mi vida no dudó en apuntar y jalar el gatillo.
Sentí el impacto más allá del chaleco. Un golpe seco y brutal. El aire se me fue del pecho y caí al suelo como si todo el peso del mundo se hubiera concentrado en ese instante.
Me traicionó… no.
No.
Esto tiene que ser un error.
El costado ardía como fuego líquido. Sabía que el chaleco había detenido lo peor, pero aún así… sentía el calor de mi propia sangre deslizándose por debajo de mí. El metal, aunque no me mató, dejó su huella. Me dolía respirar. Me dolía pensar.
Y frente a mí, estaba él.
Pierre Moreau.
De pie, erguido, con esa expresión de victoria mezquina que siempre había llevado como una segunda piel. Se agachó, sin apuro. Me miró a los ojos como si se deleitara con mi caída.
—Ya lo ves —susurró con satisfacción venenosa—. No eres nada para ella.
Levantó el arma.
No hizo falta que dijera más. Entendí lo que venía. Quería matarme, cerrar el círculo. Sacarme del medio con una última bala y quedarse con el