Sofía
Iris estaba recostada, pálida. Su cuerpo pequeño, tan pequeño… como si la fiebre se hubiera llevado partes de su alma con cada hora que pasaba.
Su respiración era irregular, sus mejillas rojas por el calor interno que no bajaba, no importaba cuántas compresas, medicamentos o rezos le diera.
Me senté a su lado, pasándole los dedos por la frente con suavidad.
—¿Dónde está mami? —murmuró con voz débil, casi un suspiro.
Mi garganta se cerró un instante.
—Ya viene, peque —le dije con una sonrisa que dolía por dentro—. Te prometo que vendrá pronto.
Cerró los ojos. Su manita se aferró a la mía como lo hacía desde que la cargué por primera vez.
Era hermosa, tan dulce y tierna... era increíble que hubiera nacido de las entrañas de la bruja de Lucile.
A simple vista, ella y yo compartíamos más similitudes de las que me atrevía a aceptar. Tanto, que podría pasar por mi hija: ambas rubias, de ojos claros. Ambas, el sostén de Paulina y Max.
Lo más inquietante es que nuestro ADN lo confirma.