Paulina Llevaba puesta la lencería que había elegido esa mañana con Sofi. No podía borrar la sonrisa tonta en el rostro. En ese momento, no sabía si de verdad me atrevería a usarla... y ahora... estaba delante de él, vestida de una manera que nunca creí mostrarle a nadie.Max tragó saliva. Lo vi. Y eso me hizo sentir poderosa. No porque él me deseara, sino porque me miraba con una mezcla de asombro, respeto y algo más. Algo cálido.—¿Estás segura? —preguntó, con la voz más ronca que nunca.Asentí, sin bajar la vista.—Quiero que esta vez... sea diferente —dije—. Que sea mía la decisión. Que yo marque el ritmo. Que nadie me quite el control.Max asintió. Dio un paso más cerca y alzó las manos, como si pidiera permiso para tocar. Yo tomé sus muñecas y las guié hasta mi cintura.—No quiero que me cuides ahora —susurré—. Quiero que me hagas tuya.Aunque no lo dije con más palabras, él lo leyó todo en mi mirada.En mis pupilas dilatadas.En la forma en que mis dedos temblaban al aferrar
Max"Mi Titán."Fueron apenas dos palabras.Suaves, vestidas de ternura, pero me golpeó con la fuerza de un trueno. No por lo que significaba, sino por lo que venía detrás. Porque ella me la había dicho. Porque ella, después de todo, me había elegido ese apodo. Uno que no se le da a cualquiera. Uno que pesa.Mi pecho se expandió como si me hubiera llenado de aire nuevo.Mi Motita no lo sabía, pero me estaba haciendo temblar desde adentro.Me quedé mirándola, sabiendo que cualquier movimiento brusco, cualquier paso en falso, podía romper esa confianza que me estaba entregando.En ese instante la vi diferente. Ya no como la mujer que estaba protegiendo. Sino la que me enseñaba, sin darse cuenta, a como cuidarme a mí mismo. Cómo sanar lo que ni siquiera sabía que estaba roto.Quise abrazarla. Quise besarla. Quise tomarla con todo lo que estaba sintiendo y fundirme con ella ahí mismo.Así que lo hice.No con la intensidad que hubiera querido, no con la fuerza que mi cuerpo pedía. Mi ma
PaulinaNunca me había sentido tan bonita y tan vacía al mismo tiempo. El vestido me quedaba perfecto, eso sí. Blanco, suave, de encaje fino… Pero por dentro... estaba muerta.Estaba en la sacristía, justo al lado del altar, y aunque sabía que la iglesia estaba llena, me sentía sola. —Popi... —la voz de mi abuela me sacó del trance.Me giré rápido. La vi en su silla de ruedas. Tenía esa mirada que siempre me daba fuerzas... aunque hoy no era suficiente.—Vuelvo en unos minutos...La enfermera la dejó un momento para darnos privacidad.Me agaché a su lado, y ella me tomó las manos entre las suyas. Miré nuestras manos unidas... Las de ella tan delgadas, arrugadas, pero seguían teniendo esa fortaleza que conocía desde niña.—Popi, hijita... todavía puedes irte. Podemos salir por atrás. Tengo el auto esperándonos, solo tenemos que decir que fue un mareo, que te sentiste mal... —susurró, casi sin aire.Sentí un golpe en el pecho. Por un segundo, me vi corriendo con ella, escapando, co
PaulinaEl mar se veía desde la terraza. El cielo estaba despejado, el aire olía a naturaleza; pura y en su máximo esplendor.En cualquier otro contexto, habría sido un lugar de ensueño. Estábamos en Hawái, en uno de esos hoteles ridículamente caros que salen en revistas de bodas.Tatiana lo había elegido. Eso lo supe cuando la recepcionista, muy sonriente, me entregó una canasta de bienvenida “a nombre de la señorita Vélez”.Pierre estaba frente a mí, desayunando en silencio. Todo se sentía demasiado perfecto para lo que era en realidad. Él hojeaba un periódico, aunque dudo que realmente estuviera leyendo.Se aclaró la garganta. Yo ya sabía que venía algo malo... —Solo tenemos que estar casados por dos años… o tener un hijo. Eso bastaría para mantener la farsa —dijo, sin mirarme—. Hay un hospital en la ciudad que hace inseminación…No lo dejé terminar.—Nos divorciaremos en dos años. Nada de niños. Mucho menos en esas condiciones —dije, llevándome la taza de café a los labios.Si
Paulina La semana pasó como un suspiro. No lo vi. No escuché su voz, ni su risa falsa, ni sus órdenes disfrazadas de comentarios educados. Pierre desapareció desde aquel desayuno caótico, y no regresó ni una sola vez.Técnicamente, estábamos en nuestra luna de miel. Legalmente, ya éramos marido y mujer. Pero en la práctica, yo era la otra... alojada en una suite con vista al mar, mientras él se revolcaba con la bruja de su mujer en alguna otra parte del hotel. O quizás en otra isla.La verdad, me daba igual.Aproveché cada segundo de paz que el muy desgraciado, sin saberlo, me estaba regalando.Encendía la laptop al amanecer y trabajaba hasta que el sol empezaba a ocultarse. Digitalicé todos mis bocetos; los organicé por línea, por estilo, por temporada. Le puse nombre a cada diseño, le di vida a cada prenda.Los subí a mi nube de tareas, para poder acceder a ellos en cualquier momento. Solo necesitaría mi correo y contraseña.Incluso hice unos renders rápidos para mostrar silu
PaulinaLa casa nueva era grande, silenciosa y helada, aunque por fuera parecía perfecta.Todo tenía ese estilo moderno y costoso que te hace sentir que no puedes tocar nada. Que no perteneces ahí.Pierre no dijo ni una palabra en todo el viaje. Al entrar, dejó las llaves sobre la mesa y subió directo a su despacho, como si yo no existiera. Mejor así.Me fui a la cocina. No porque tuviera hambre, sino porque necesitaba un momento para mi sola. Me quedé junto al ventanal, con el celular apretado en la mano. Dudé por un momento... Respiré hondo... Llamé.—¿Popi? —dijo la voz de mi abuela al segundo tono—. Mi niña… ¿cómo estás?Tragué saliva. Me dolía la garganta.—Hola, abue… estoy bien.—¿Dónde estás? ¿Ya volvieron de… Hawái?—Sí. Llegamos hace un rato.—¿Puedo verte? Pensé en pasar un rato por tu nueva casa. Te llevo pastel, como te gusta —dijo con esa voz de ternura que siempre tenía solo para mí.Cerré los ojos."¡Dios mío! La necesito más que nunca..."—Hoy… no, abue. No te
Aníbal Paulina se había encerrado en su habitación apenas su madre se fue. Me quedé en la cocina, observando la taza vacía que había dejado en la mesa del patio. No podía sacarme de la cabeza la forma en que temblaban sus manos al sostenerla. Cómo evitaba el contacto visual, como si el simple hecho de que alguien la mirara la hiciera más vulnerable.No era parte de mi trabajo involucrarme. Lo sabía. Me habían contratado para "vigilar", no para cuidar. Pero había una línea muy delgada entre mirar y ver. Y yo ya la había cruzado.No llegué a este tipo de trabajos por casualidad. Nadie termina en la nómina de Pierre Moreau si tiene una vida limpia o un currículum prolijo. Él buscaba hombres con pasado. Hombres rotos. Con algo que ocultar.En mi caso, era la baja de la policía.Era buen agente. Disciplinado. Llevaba seis años en la fuerza cuando pasó lo de Amelia. Mi hermana menor.Tenía 26 años cuando murió. Dijeron que fue un accidente doméstico. Que había resbalado bajando las
Paulina—¡Levántate, idiota! Tenemos un almuerzo importante en treinta minutos.Abrí los ojos de golpe, todavía perdida entre las brumas del sueño. Me dolía la cabeza... el cuerpo... el alma. Sentí las sábanas pegadas a la piel por el sudor, y el corazón latiendo a mil por hora.Pierre ya había salido de la habitación. Solo quedaba la puerta abierta de par en par, su voz aún resonando en las paredes.Me senté en la cama, con lentitud. El vestido de lino que había usado la tarde anterior estaba arrugado y tirado en el suelo. La luz del mediodía entraba a raudales por los ventanales y me hacía arder los ojos.Fui al baño. Encendí la luz con un parpadeo molesto. Me acerqué al espejo, con ese miedo que ya se había vuelto costumbre. Y ahí estaban.Las marcas.Un moretón en la clavícula, otro más bajo, en el costado, justo donde su rodilla me había golpeado cuando me empujó. Tenía el labio todavía inflamado, apenas cubierto por la costra que no terminaba de sanar.—Mierda —susurré—. Más