Paulina
El aire olía a flores dulces y frescas, como los jardines en primavera que alguna vez quise tener.
No había ruido, ni dolor, ni miedo. Solo una brisa suave que me acariciaba el rostro y un cielo tan celeste que dolía mirarlo.
Estaba descalza. La hierba bajo mis pies era tibia, mullida, como si el suelo respirara conmigo.
Al levantar la mirada, la vi.
Iris.
Mi pequeña.
Estaba con un vestido blanco, con su cabello suelto y una corona de flores entrelazadas.
Parada al lado en un columpio atado a las ramas de un árbol enorme. La cuerda crujía suavemente mientras se balanceaba, y su risa…
Dios, su risa llenó el aire como una sinfonía que no recordaba haber necesitado tanto.
—¡Mami! —gritó con una alegría tan intensa y luminosa que me estremeció el alma y me la llenó de emoción.
Corrí hacia ella sin pensarlo. Mis piernas no dolían. No sentía el cansancio de días enteros sin dormir, ni el peso del miedo.
Solo corrí, como si no hubiera nada más importante en el universo que alcanz