Yina
No me costó atraparla.
Lucile no sabía pelear. Gritaba, pateaba como si pudiera espantarme con su histeria, pero sus movimientos eran torpes, ineficaces y patéticos.
Una sola llave bien hecha, una caída contra el suelo y el crujido de su muñeca bastaron para que dejara de jugar a la villana.
—¡Te vas a arrepentir! —me escupió mientras intentaba arrastrarse hacia atrás—. ¡No sabes quién soy yo!
—Sé perfectamente quién eres —respondí, limpiándome el rostro con el dorso de la mano—. Eres solo el último nombre en una lista demasiado larga.
La até con mi cinturón y la dejé bien inmovilizada contra una de las columnas de cemento. Apenas terminé, escuché los pasos acelerados de alguien. Al girarme ví a Jacob.
—¿Está todo bajo control? —pregunté.
—Sí, señora. Todos los hombres del señor Moreau y la señora Beaumont están o muertos o prisioneros. Ninguno escapó.
Sonreí. Porque al fin estaban en nuestras manos.
—Bien. Preparen todo. Que traigan las pequeñas monstruosidades que mi cuñada ord