Yina
No fue nada fácil dejar a Paulina y Sofía atrás.
Todo en mí gritaba que me quedara. Que no las soltara. Que volviera por ellas.
Pero la prioridad era clara.
Salvar a los niños.
Corrí como una loca detrás del tipo que los arrastraba por el pasillo como si fueran sacos sin valor. Mis pasos retumbaban sobre el suelo sucio y agrietado, y cada metro que ganaba, el corazón me latía más fuerte.
Al verme demasiado cerca, el desgraciado se giró, soltó un insulto y arrojó el cuerpo de Max a un lado, como si fuera basura.
—¡No! —grité, deteniéndome en seco.
Me dejé caer de rodillas a su lado. Estaba atado, con la boca amordazada, los ojos cerrados. Una herida en la frente aún sangraba, pero su pecho subía y bajaba.
Estaba vivo.
Le quité la mordaza con cuidado, temblando.
—Shh… tranquilo, mi amor. Ya estoy aquí.
No respondió. No se movió. La sangre me hirvió. Quería ir y volarle la cabeza al bastardo que lo había tirado así.
Pero no podía perder más tiempo. Miré a mi alrededor, desesperada