Max
A los niños les gustó la idea de mudarnos más de lo que esperaba.
Bastó con que Magda empezara a contarles todo lo que había en la mansión: su habitación de princesa —así la llamó—, llena de luces de colores, estanterías con libros y un armario tan grande como una casa. Dijo que estaba dispuesta a compartirla con Iris, y esa simple oferta pareció borrar todo el miedo que la pequeña aún sentía.
Y luego vino la parte más emocionante: el jardín.
Un patio con columpios, toboganes, camas elásticas, una casita de juegos… y hasta una zona de “exploradores”, como la llamó uno de los diseñadores cuando se lo pedí para Magda, hace ya años.
Un parque de diversiones privado dentro de nuestro hogar.
Un refugio que costruí a su medida, con cada rincón pensado para verla reír, correr… ser feliz.
Todo eso ayudó a que el cambio de casa no fuera un motivo de ansiedad, sino una aventura esperada.
Nos subimos a la camioneta con el mismo orden que el corazón: Paulina, los niños y yo en la parte traser