SANTIAGO CASTAÑEDA
Llegamos a México, se sentía por el cambio en el ambiente, ese calor seco que entró al avión en cuanto la puerta se abrió.
Julia parecía dormida aún, o solo estaba fingiendo, postergando su confrontación con la realidad. La tomé en brazos y bajé de la nave con cuidado, no quería tropezar en las escaleras y rodar hasta el piso con ella.
Una caravana de autos negros, blindados y con vidrios polarizados nos esperaban. Mi padre estaba en medio de todo, con una sonrisa cargada de satisfacción, ambas manos colgadas de su cinturón como si estuviera sosteniendo sus pantalones.
—La trajiste… —dijo con orgullo, conteniendo su tono golpeado y elevado, respetando el sueño de Julia mientras la metía al interior del auto—, y antes de 30 días.
»¿Qué son esas mamadas de andar esperando? Los negocios se resuelven en cinco minutos o no se resuelven. —Entonces me dio una fuerte palmada en la espalda, sacudiéndome—. Todo está listo para la boda. Margarita se lució con los arreglos.