JULIA RODRÍGUEZ
Me punzaba la cabeza por llorar tanto. Me levanté apretándola entre mis manos mientras la luz de la mañana entraba por la ventana y quemaba mis retinas. Volví a esconderme debajo de las almohadas, buscando un refugio mientras refunfuñaba.
De pronto un olor a hierba recién cortada me hizo salir de mi madriguera. En el tocado había un ramo de rosas rojas con un listón. Fruncí el ceño antes de levantarme y arrastrar los pies para verlas más de cerca.
—Son para usted… —dijo la sirvienta, una de las más jóvenes, entrando a la habitación—. Las pidió el amo para usted.
Torcí los ojos sin saber si reír o llorar.
—Llegan dos años tarde —contesté antes de ignorarlas. ¿Qué sentido tenían?
Las flores se regalan en vida y el amor que yo sentía por él estaba muerto.
La sirvienta pareció no escucharme y llegó hasta el baño, desconcertándome. Cuando me asomé estaba preparando la tina con agua caliente y algunas sales perfumadas.
—¿Qué haces? —pregunté confundida.
—El amo me pidió q