LILIANA CASTILLO
Me pegué al respaldo y contuve la respiración mientras Carl sacaba su pistola. Tragué saliva y busqué todas las posibles maneras de convencerlo de que no me matara, desde amenazas básicas hasta súplicas insistentes con lágrimas incluidas, pero en ese momento nada salió. Entonces me di cuenta de que sus ojos no me estaban viendo a mí, sino a algo que estaba ocurriendo justo detrás de mí.
Cuando volteé vi a un par de hombres que caminaban como si el local fuera suyo. No se esforzaron por esconder las pistolas que colgaban de su pantalón. Sus miradas se paseaban entre cada mesa buscando algo, o más bien a alguien.
—¿Amigos tuyos? —preguntó Carl sin apartar la mirada.
—No, ¿seguro que no son tuyos? —Lo vi por el rabillo del ojo, con reproche. ¡Él era el criminal aquí, no yo!
—No queremos problemas —dijo uno de los hombres al encontrarnos en lo más profundo de la cafetería, viendo el arma de Carl y ofreciéndonos una sonrisa discreta—. Solo vinimos por la amante del Coyo