Inicio / Romance / Éramos dos ruinas reconociéndose / Capítulo 7: SOMBRAS ENTRE LAS PALABRAS
Capítulo 7: SOMBRAS ENTRE LAS PALABRAS

Narrado por Karina

Volví a casa con la cabeza llena de preguntas. Las manos aún me temblaban sobre el volante. El trayecto completo fue una bruma espesa donde los semáforos pasaban como luces muertas y las calles parecían laberintos sin salida. No dejaba de pensar en lo que había ocurrido. En la mirada de Teo. En su voz. En su cercanía.

¿Quién era la persona que me seguía? ¿Era la misma que me había llamado? ¿Qué querían de mí?

Nada tenía sentido, pero todo dolía.

Me estacioné frente a la casa. A través del parabrisas empañado vi cómo la puerta se abría antes de que yo bajara. La silueta de Dante apareció recortada por la luz del vestíbulo.

—¿Dónde has estado? —me preguntó en cuanto crucé el portón—. ¿Por qué no le dijiste a nadie? Todos estaban preocupados por ti.

Lo miré en silencio. Tenía los brazos cruzados, el ceño fruncido, pero no había juicio en su voz. Solo una mezcla de miedo y frustración. Como si no supiera si abrazarme o regañarme.

Hice un gesto leve con la mano, una excusa silenciosa que ya conocía: fui a la librería. A buscar un libro. A despejar la cabeza. Nada más.

Dante suspiró, pero se hizo a un lado para dejarme pasar.

Entré en la casa con el cuerpo encorvado por el cansancio. Sentía los pies arrastrarse, la espalda cargada con un peso invisible. La luz del comedor me deslumbró al pasar. La cena estaba servida.

Celeste me esperaba sentada con una copa de vino entre los dedos. Gregory, mi padre adoptivo, estaba en la cabecera de la mesa. Ambos me observaron con una atención demasiado calculada. Sus ojos eran fríos, inquisidores, disfrazados de cortesía.

Me senté en silencio. No tenía hambre, pero pinché algo con el tenedor para cumplir.

—Nos tenías muy preocupados, querida —dijo Celeste con su voz suave y venenosa.

Gregory no dijo nada al principio. Bebía su vino sin dejar de mirarme.

—Saliste sin seguridad —dijo de pronto—. ¿O es que tienes algo que esconder?

No alcé la vista. Solo negué suavemente con la cabeza. Era su forma de tantearme, como si supiera más de lo que decía. Como si sospechara que detrás de mi escapada había algo que no podía nombrar.

Dante se sentó a mi lado. No habló. Solo me observó de reojo como si buscara señales. Como si él también sintiera que algo en mí se había desplazado.

Comí en silencio. El tenedor pesaba como una confesión.

Celeste deslizó un comentario sobre las librerías del centro. Sobre las cámaras. Sobre la inseguridad. Gregory agregó algo sobre los barrios donde no deberíamos mezclarnos. Nada directo. Solo veneno envuelto en terciopelo.

Yo apenas los escuchaba. Solo pensaba en ese mensaje, en esa voz por teléfono, en la sensación de que algo mucho más grande me rodeaba. Como un nudo invisible cerrándose sobre mí.

Cuando terminé de fingir que cenaba, me excusé con un movimiento de cabeza. Subí a mi habitación sin mirar atrás.

Necesitaba encierro. Necesitaba silencio. Necesitaba espacio para no derrumbarme.

Cerré la puerta con seguro. Apoyé la espalda contra la madera un segundo largo. Cerré los ojos. Inspiré profundo.

Luego me senté frente al escritorio y encendí el ordenador. La pantalla blanca me devolvió un reflejo pálido, el cursor parpadeando como un corazón inquieto. Iba a escribir. Necesitaba escribir. Porque cuando no podía hablar, al menos podía escribir. Era mi única forma de sostenerme.

Pero no escribí.

Porque la cabeza seguía enredada en las horas anteriores. En Teo.

Él no había hecho nada más que mirarme. Sostenerme. Decirme que estaba en peligro. Y, sin embargo, su sola presencia me había revuelto por dentro como nadie lo había hecho en años.

Su voz grave seguía repitiéndose en mi mente como un eco sordo.

“No digas nada.”

Y yo no lo hice.

No porque no pudiera.

Sino porque no quise.

Porque había algo en su mirada que me decía que él tampoco lo decía todo. Que él también callaba algo que dolía. Que él también había aprendido a respirar entre ruinas.

Lo odié por eso. Por ser un espejo.

Lo odié por haber entrado en mi noche sin permiso. Y aún más… por no haberse quedado.

Escribí una frase:

“Algunos hombres huelen a fuego, otros a lluvia. Y otros… a cosas que quisiéramos olvidar.”

La borré.

Escribí otra:

“El miedo no se mide por el grito, sino por el paso que no das.”

También la borré.

Estaba a punto de cerrar todo cuando golpearon la puerta.

Dante entró sin esperar respuesta, como siempre lo hacía cuando estaba preocupado. Llevaba una bandeja con frutas cortadas y una taza con vapor todavía danzando en la superficie.

—Pensé que no habías comido casi nada —dijo—. Y sé que cuando escribes te olvidas del mundo.

Asentí. Una curva leve en los labios, una gratitud muda.

Dejó la bandeja a un costado y se quedó ahí, de pie, mirándome como lo hacía desde que éramos niños. Con esa calma suya que a veces dolía más que el abandono.

Lo miré. Y por un instante, deseé hablarle. Decirle que había alguien siguiéndome. Que me habían llamado. Que Teo no era lo que parecía. Que tenía miedo.

Dante era mi refugio desde siempre. El único que había estado cuando no podía nombrar mi dolor. Él me cuidó. Me defendió. Me entendió sin palabras.

Pero ahora… ahora tenía una palabra. Y estaba a punto de usarla.

Abrí la boca. El aire me quemó la garganta. Sentí cómo la voz se formaba. No era un susurro. No era un gemido. Era una palabra entera. Limpia. Con peso.

Y justo cuando estaba a punto de decirla, el teléfono vibró.

Una. Dos veces.

Me giré hacia la mesa. Lo tomé. Era un mensaje con solo dos palabras.

“Hola, Karina.”

No tenía nombre, ni número registrado. Solo ese saludo neutro, simple.

Pero me atravesó.

La sangre se me heló. Sentí cómo la piel se tensaba, cómo las tripas se encogían. Dante notó el cambio al instante.

—¿Karina?

No respondí.

Le mostré la pantalla, por reflejo, pero él no alcanzó a ver antes de que la apagara. Me miró, confundido.

—¿Estás bien?

Asentí. Era más fácil que decir la verdad. Que decirle que no. Que estaba aterrada. Que algo se estaba despertando y no sabía cómo detenerlo.

Dante me observó un momento más. Luego me acarició el hombro con ternura.

—Estoy aquí —dijo. Y salió.

Yo me quedé sola, con el celular en la mano y el pulso latiendo en los dedos.

Volví a mirar el mensaje.

“Hola, Karina.”

No decía nada, pero lo decía todo.

Una advertencia, una afirmación. Un “sé quién eres” disfrazado de cortesía.

Apagué la pantalla. Me quedé quieta. Y entonces lo supe con una certeza insoportable:

Lo que había vivido ese día era solo el comienzo.

Y esta historia, la mía, apenas estaba empezando a escribirse.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP