Narrado por Dante
Mi padre nunca fue de celebrar nada. Pero aquella tarde, cuando la noticia llegó, lo vi alzar su copa con un brillo satisfecho en los ojos que no recordaba. Habíamos ganado. Después de meses de negociaciones, propuestas y maniobras más parecidas al ajedrez que a los negocios, nosotros habíamos ganado la licitación de la empresa Nexora Media
—Ahora sí, hijo —dijo, apoyando su copa en la mesa con un golpeteo seco—. Ahora sí empieza el juego real.
Yo asentí, aunque en realidad sabía que el juego real ya había empezado hace mucho. Desde que Teo Kingsley apareció en nuestras vidas, todo se había convertido en una danza de silencios medidos, alianzas rotativas y verdades a medias. La empresa Nexora Media era, a estas alturas, una criatura salvaje a la que apenas podíamos controlar.
Y ahora, el padre de Sofía, Carlos Del Sol, el presentador de medios más influyente del país, tomaba el timón. Su compañía sería la encargada de manejar todo el negocio de noticias y publicidad para el nuevo ciclo. Y mi padre había visto una oportunidad de oro: una alianza. Del Sol y Harrison, dos nombres que juntos podrían hacer temblar los cimientos del mundo corporativo.
Me ofrecí para ir a la reunión personalmente. No era sólo diplomacia. Quería verlo. A él. Y a ella. A Sofía.
Llevábamos años danzando alrededor de algo que nunca fue. Un amor de adolescencia sin consumar, esas promesas nunca dichas que se quedan suspendidas en la garganta como una canción inconclusa. Siempre la miré desde la distancia, mientras ella se movía como un cometa entre fiestas, eventos y titulares. La hija perfecta, la heredera brillante, la mujer imposible.
Cuando llegué al edificio Del Sol, el aire tenía ese olor a mármol caro y perfume de ejecutiva. Y entonces la vi sentada tras el escritorio de su padre, descalza, con los zapatos a un lado, los tobillos cruzados y el pelo recogido con descuido. Sofía.
—¿Dante Harrison? —dijo con una sonrisa ladeada, sin molestarse en levantarse—. Qué milagro.
—Sofía Del Sol —le respondí con la misma cadencia que usábamos cuando jugábamos a ser adultos, a los quince años—. Pensé que te vería con más guardaespaldas.
—Creí que vendría tu padre —me cortó—. ¿O ahora eres tú el portavoz de la familia?
—Sólo cuando el asunto lo amerita —dije, dejando los documentos sobre la mesa.
Ella no los miró. Se puso de pie, se acercó y me sostuvo la mirada de una forma que dolía.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo, cruzando los brazos.
—Claro.
—¿Cómo es Teo Kingsley?
Parpadeé. No lo esperaba. No tan directo.
—Intenso. Inestable. Brillante —dije tras una pausa—. Es todo eso y más.
Ella sonrió. Como si le hubiese confirmado algo que ya intuía.
—¿Y Karina? ¿Cómo está tu hermana?
—Bien. Más tranquila estos días.
—Tranquila no es la palabra que me viene a la mente cuando pienso en ella —se rió. Me dolió ese comentario. Pero callé.
La puerta se abrió y su padre entró. Un hombre alto, de voz firme y modales que oscilaban entre la cortesía y el poder crudo.
—Dante —me saludó estrechando mi mano con fuerza—. Me alegra verte. ¿Sofía ya te ofreció café?
—Estábamos justo en eso.
—Qué bien. Hijo —me dijo, dándome una palmada en la espalda—. Me alegra que estén colaborando. Mi hija necesita gente de su generación que no esté pensando sólo en selfies y NFT’s.
Sofía puso los ojos en blanco, pero sonrió.
—Hablando de generaciones —dijo el señor Del Sol mientras hojeaba los papeles—. Deberías invitarla a salir. Es tiempo de que te quites la corbata y la invites a algo que no sea una fusión empresarial.
La sugerencia me cayó como un relámpago. Me reí, sin saber cómo desviar el tema.
Pero entonces me escuché decir:
—Este fin de semana me voy a las montañas. Una especie de retiro. Naturaleza, nada de señal, aire limpio… Estoy invitando a algunas personas para fortalecer lazos. Va Teo. Y mi hermana. Estás invitada si te animas, Sofía.
Ella abrió la boca para negarse. La conozco. Lo vi venir.
Hasta que escuchó ese nombre.
—¿Teo va? —preguntó, como si no lo hubiera procesado.
Asentí, medido. Sofía se acomodó el cabello detrás de la oreja.
—Bueno, tal vez necesite algo de aire fresco después de todo —dijo.
Y ahí supe que había cometido un error.
El refugio estaba a unas tres horas de la ciudad, enclavado entre montañas, árboles viejos y silencio. Karina fue la primera en llegar. No dijo nada al bajar del auto, sólo me miró y asintió, con ese gesto suyo que dice más que cualquier frase. Detrás de ella, Teo apareció con una mochila colgada del hombro, una expresión extrañamente serena en el rostro, y los ojos cubiertos por unas gafas oscuras que no se quitó hasta estar dentro.
—Bonito lugar para morir de frío —dijo, con una media sonrisa.
—O para olvidarse un rato del mundo —le contesté.
Sofía llegó última. Su camioneta dejó un rastro de polvo en el camino y su presencia cambió la atmósfera apenas abrió la puerta. Llevaba una chaqueta blanca, gafas enormes y botas demasiado limpias para el barro que rodeaba el refugio.
—Esto parece más un escondite de criminales que un retiro —dijo, mientras bajaba una pequeña valija.
—Quédate lo suficiente y te conviertes en uno —respondió Teo desde el porche. Ella giró la cabeza hacia él, interesada.
—¿Nos conocemos?
—No oficialmente.
Sofía sonrió. Esa sonrisa afilada que le conocía bien. Karina los observó desde la galería, con las manos en los bolsillos del abrigo. No hizo ningún comentario. No se movió siquiera. Pero algo en su cuerpo se tensó, como una cuerda que empieza a vibrar.
La noche cayó rápido. Encendimos la chimenea y cenamos bajo la luz tenue de las lámparas de aceite. Sofía no paraba de hablar. Preguntas disfrazadas de curiosidad. ¿Dónde creciste, Teo? ¿Qué estudiaste? ¿Qué opinas del manejo de medios en tiempos de crisis? Él contestaba con frases breves, cortando sus palabras como si eligiera cada una con bisturí.
Karina apenas comió. Yo la miraba de vez en cuando, esperando que me hablara, pero su silencio era una fortaleza.
Cuando Sofía salió a fumar, la seguí. El aire afuera cortaba. Ella encendió su cigarrillo con un encendedor plateado.
—¿Te estás divirtiendo? —le pregunté.
—Más de lo que pensé. Teo es... fascinante.
—Teo es un incendio. Nadie sale ileso.
Ella me lanzó una mirada entre divertida y condescendiente.
—¿Tú saliste ileso?
—Nunca entré. Solo me quemé desde afuera.
—Qué dramático.
—Qué cierto.
Hubo un silencio. El humo ascendía entre nosotros como un puente difuso.
—¿Por qué me invitaste, Dante?
La miré.
—Porque quería verte.
Ella me sostuvo la mirada durante unos segundos, luego desvió la vista hacia la puerta del refugio.
—Tarde. Siempre llegas tarde.
Y se fue.