El pitido constante del monitor cardíaco era lo único que rompía el silencio. Las paredes blancas del hospital, frías y asépticas, contrastaban con el calor emocional que latía dentro de la habitación.
Isabella estaba sentada en una butaca junto a la cama de Sebastián. Tenía una venda sobre la ceja, el cabello desordenado y los ojos rojos por la falta de sueño. No se había movido desde que lo trasladaron a cuidados intermedios. Había rechazado cambiarse de ropa, no quiso que la separaran de él ni un instante.
—Te ves hermosa, incluso así —susurró una voz rasposa y suave.
Isabella levantó el rostro de inmediato. Sebastián acababa de abrir los ojos. Tenía la voz cansada, pero sonreía.
—¡Sebastián! —se inclinó hacia él, con el alma al borde del colapso—. Pensé que… que no despertarías.
—¿Perderme tu cara de loca preocupada? Ni en mis peores días —dijo con una sonrisa débil.
Ella rió entre lágrimas y apoyó su frente contra la de él.
—Estuve tan asustada…
—Y yo. Pero estamos aquí…