Había pasado un mes desde mi renuncia, aunque a veces sentía como si hubiera sido ayer. El silencio de mi departamento era cómodo, pero también era el recordatorio constante de que había escapado. Intentaba convencerme de que lo había hecho por mi salud mental, por mi dignidad… pero aun así, cada rincón parecía murmurar el nombre que trataba de olvidar: Azkarion D’Argent.Mateus era el único puente que mantenía con ese mundo. De vez en cuando me escribía, como si quisiera asegurarse de que seguía viva. Fue él quien me contó primero sobre Claudette, la mujer nueva de mi jefe, según él, ya había detonado tres crisis en la empresa.“Es una perra, Verena, no sabes el caos que está causando”, me dijo. Yo solo sonreí con una mezcla de alivio y lástima. Por un instante pensé que tal vez Azkarion me extrañaba como su asistente. Pero inmediatamente me corregí: él no extrañaba a nadie.Días después, me escribió con una noticia distinta, dura: el abuelo de Azkarion, el señor Finneas D’Argent, es
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