Mundo ficciónIniciar sesiónMadrugué al día siguiente, como siempre.
No podía quejarme: el sueldo como asistente del presidente D’Argent es muy bueno.
Gracias a ese sueldo puedo vivir en un apartamento tranquilo, enviar dinero a mi familia, pagar gastos médicos y mantener un colchón de ahorros que cualquier persona en mi situación envidiaría.
Pero… ¿Qué hay de mi paz mental?
Eso, Azkarion jamás podría pagarlo.
Me levanté con ese pensamiento, arrastrando los pies hasta el baño, intentando dejar atrás la imagen que me había atormentado toda la noche: su cuerpo, su mirada clavada en mí mientras… No. No iba a pensar en eso. No debía.
Respiré hondo y me obligué a concentrarme.
Tenía un evento importante ese día. Me puse mi mejor vestido oscuro, elegante pero sobrio, y encima, un saco blanco que equilibraba la formalidad.
El coctel de los treinta… lo detestaba. No era un coctel de negocios directamente, aunque de vez en cuando ahí nacían alianzas.
En general, solo era una reunión en la que los amigos de mi jefe se presentaban como si fuesen dueños del mundo.
Si él era un demonio gruñón, sus amigos eran demonios aún más refinados, perversos y arrogantes.
Y sus fiestas… demasiado desagradables en ocasiones.
Pero el trabajo es trabajo. Y yo debo ir, aunque me queje mil veces… aunque preferiría quedarme en casa con una taza de té y sin la sombra de Azkarion respirándome en la nuca.
Conduje hacia la empresa y, al menos, eso me alegraba el día.
Me encanta manejar. Puse música y dejé que mi mente vagara un poco; imaginé una vida distinta, soñé despierta.
Imaginé que un día encontraría un buen amor, alguien que me tomara de la mano y me sacara de este infierno de estrés, gritos y tensión constante.
Soñé con un negocio pequeño, un hogar sencillo, tranquilidad… una vida sin Azkarion D’Argent.
Qué ironía. La paz que más quería era la que él jamás permitiría.
Un claxon me devolvió a la realidad.
Miré el retrovisor… No. No, no, no.
Era mi jefe.
El teléfono sonó y contesté con resignación.
—¿Jefe? —dije con voz neutra.
—Maldita sea, Verena —gruñó él—. ¿Por qué conduces como una abuela de ochenta años? Sal del camino.
Sonreí.
—Buen día, jefe.
Colgué antes de que pudiera responder.
¿Valentía? ¿Insensatez? No sé.
Pero algo dentro de mí disfrutó hacerlo enojar un poco.
Me metí al carril contrario solo para obligarlo a frenar, y conduje más rápido, riéndome en silencio.
Sí, seguro que me regañaría.
Pero la imagen de su cara frustrada… bueno, ya me había alegrado la mañana.
Al llegar al edificio, me encontré a Mateus, asistente del vicepresidente.
Era un encanto de persona, atento, dulce y educado.
Lo abracé porque era su cumpleaños y le entregué el perfume que le había comprado.
A veces pensaba que quizá yo podría enamorarme de un hombre así… pero siempre tenía la duda de si él era gay.
No importaba. Me hacía sentir cómoda, querida… segura.
—¡Feliz cumpleaños! —le dije. Él me abrazó con calidez.
El ascensor se abrió.
Y la voz que escuchamos fue como la sentencia de un juez despiadado:
—¡Regla número diez de empleados! —gritó Azkarion—: nada de muestras de afecto. ¿Quieren una sanción?
Salté como si me hubiera quemado.
Me separé de Mateus de inmediato. Ambos nos quedamos quietos, sin responder.
Azkarion pasó junto a nosotros con su aura pesada, dominante… pero su mirada… oh, esa mirada.
No era para mí.
Era para Mateus.
Oscura, dura… casi peligrosa.
Sentí un escalofrío. No porque me intimidara —ya estaba acostumbrada a eso—, sino por la forma en que lo miraba. Como si Mateus hubiese tocado algo prohibido.
Como si yo fuera… algo suyo.
Un segundo después me dije que eso era ridículo, solo era mi jefe teniendo un maldito día de perros.
Una vez que desapareció, Mateus soltó un suspiro tembloroso.
—Tu jefe… —susurró—. Pareciera que te considera de su propiedad, ¿verdad?
Me quedé helada.
Propiedad… ¿De Azkarion D’Argent?
Preferiría la pena de muerte.
Por la tarde, seguía revisando unos reportes. Ya casi terminaba; mi bandeja de correos estaba finalmente en orden y pensé que, por un instante, tendría un minuto de paz. Me estiré en la silla, satisfecha, cuando el interfon sonó con esa voz grave que puedo reconocer incluso dormida.
—Prepárate. En cinco minutos vienes conmigo.
Cerré los ojos, conteniendo un bufido.
Ese hombre tiene una extraña obsesión por dar órdenes como si fuera dueño del mundo. Aun así, no respondí.
Me puse el abrigo, acomodé mi cabello y respiré hondo. A los cinco minutos exactos, como un reloj vivo, él ya estaba frente a mí.
—Vamos —dijo sin mirarme siquiera.
Y yo, como siempre, lo seguí. A veces me siento como un perro fiel… uno que sabe que no tiene alternativa, porque mi trabajo depende de él, y mi familia depende de mí.
Entramos al ascensor. El reflejo metálico mostraba la silueta de ambos: él, imponente; yo, tratando de mantener la calma.
Entonces habló.
—¿Por qué abrazaste a Mateus Resse? ¿Tan urgida estás por un hombre?
Sentí el calor en la cara. La sangre hirvió como si hubiera encendido una chispa dentro de mí.
—Era su cumpleaños —respondí con la voz tensa, pero firme—. Y si quiero abrazar a un hombre o estoy urgida por uno, ese es mi asunto. Mi vida personal no le pertenece, jefe.
Ahí fue cuando lo vi detenerse. Como si mis palabras hubieran sido un detonante.
Levantó la mirada lentamente y sus ojos se clavaron en los míos con un brillo oscuro, insondable.
Y avanzó.
Yo retrocedí un paso sin darme cuenta hasta sentir mi espalda tocar la fría pared del ascensor. Él siguió acercándose, invadiendo mi espacio, borrando por completo la distancia.
Su olor, su presencia, su calor… todo me envolvió en un instante. Mis manos temblaron. No por miedo. Por algo que no quiero nombrar.
—¿Estás segura de que tu vida te pertenece, Verena Hills? —murmuró.







