Mundo ficciónIniciar sesiónSentí mi respiración acelerarse sin que pudiera controlarla. Él había dado un pequeño paso hacia mí en el ascensor, lo suficiente para invadir mi espacio, lo suficiente para que su presencia se sintiera como un golpe cálido contra mi piel. El aroma suave de su loción, esa mezcla entre madera y algo más oscuro, me envolvió. Tragué saliva sin poder evitarlo.
¿Qué demonios me estaba pasando?
Sí, mi jefe es guapo. No, guapo, no… hermoso, peligroso, tallado con una perfección casi antinatural, como si hubiera sido creado solo para seducir. Pero no para mí. No para mí.
Él es un mundo al que jamás perteneceré. Una galaxia demasiado lejos, demasiado fría, demasiado costosa.
La puerta del elevador se abrió con un suave “ding” y él se alejó como si nada hubiera ocurrido. Como si no acabara de atraparme contra la pared con su mera presencia. Como si no me hubiera dejado sin aire.
Ni un vistazo. Ni un respiro. Azkarion D’Argente siempre hacía eso: te derribaba y luego fingía que no había pasado.
Salimos del edificio y abordamos su Bentley. Su chofer abrió la puerta sin una palabra y yo entré con ese silencio pesado que dejaba siempre nuestro extraño trato. El guardia tomó el asiento delantero.
El viaje entero transcurrió en un mutismo incómodo, uno en el que yo intentaba no pensar en lo rápido que había latido mi corazón en el ascensor.
Cuando llegamos, no me sorprendí, recordé como era esto siempre cuando conseguía una nueva novia.
Una joyería. Pero no cualquiera. Una tan elegante que parecía sacada de un sueño al que yo jamás tendría acceso. Sitios donde los precios no se exhiben porque si preguntas, es porque no puedes pagarlo.
Nunca podré comprar nada aquí, pensé para mis adentros.
Entramos. Él caminaba con esa seguridad que hacía que todos se apartaran como si fuera realeza. Yo solo podía seguirlo. Observó unas vitrinas y dijo:
—Elige un collar costoso. Necesito comprarle algo a mi nueva novia.
Rodé los ojos cuando él no miraba. ¿Nueva novia? ¿Otra más?
Solo imaginé el infierno que serían los próximos seis meses de contrato.
Elegir joyas para él era sencillo: tomaba las más caras. Él pagaba sin pestañear. Señalé un collar de diamantes, uno que parecía capturar toda la luz del local. La empleada lo empacó y él sacó su tarjeta de metal negro.
—Envíenlo a Claudette Riveira —ordenó.
Mi estómago se contrajo. ¿Claudette? Esa mujer era la pesadilla de cualquier asistente. Loca por mi jefe, obsesionada, insistente, persistente.
En una ocasión intentó sobornarme para que él saliera con ella. Obvio, la mandé al demonio. No iba a perder mi trabajo por una mujer desesperada.
Y ahora… ella sería la “novia” de turno.
—¿Qué pasa? —preguntó él, observándome con una ceja arqueada—. ¿Por qué la seriedad? Recuerda tu contrato, Verena.
—¿Eh?
—No puedes enamorarte de tu jefe.
Me quedé sin palabras. Un silencio pesado cayó entre los dos. Era ridículo, absurdo.
Y entonces me eché a reír.
Porque era gracioso, yo jamás pensaría en unir a Azkarion y la palabra amor.
La risa murió de golpe cuando vi la expresión de Azkarion. Sus ojos se oscurecieron, como si le hubiera ofendido algo que ni él entendía.
—¿Te parece gracioso enamorarte de mí? —preguntó con voz baja.
—Jefe… para mí, usted no es un hombre —dije, tratando de sonar tranquila.
Su puño se apretó.
—Usted es mi jefe. Es… inalcanzable para mí.
Dije la verdad. Y de alguna forma, vi en sus ojos algo que no entendí, como un relámpago indescifrable, me pregunté por qué ese hombre era tan difícil de leer.
Di un paso hacia el auto y entré sin mirarlo otra vez.
Mientras yo respiraba hondo, él encendió un cigarrillo. El humo se escapó lento entre sus labios.
Cuando lo terminó, subió al auto sin una palabra.
***
Fuimos al cóctel media hora después. Yo, resignada; él, impecable como siempre.
Apenas entramos, algo dentro de mí se torció. No era un evento normal. Era un caos elegante, uno envuelto en música demasiado alta y alcohol suficiente para envenenar al mundo entero.
Los amigos de mi jefe estaban allí, riéndose como idiotas ricos con mujeres que apenas llevaban ropa.
—Bienvenido. ¡Oh! Trajiste a tu dulce asistente —dijo Alexander Merchant, acercándose demasiado. Su mano rozó mi cabello y una oleada de asco me recorrió el cuerpo.
Ese hombre nunca me miraba sin desvestirme con los ojos.
—Si hay negocios, no quiero tener lejos a mi asistente —respondió Azkarion con un tono seco.
Alexander rio de manera grotesca.
Yo me senté en una esquina, observando el desastre social que era esa fiesta. No supe cuánto tiempo pasó.
¿Una hora? ¿Dos?
Comencé a sentirme cansada, harta, mareada del ambiente cargado.
Era casi medianoche cuando decidí que quería irme.
Busqué a mi jefe. Caminé por un pasillo estrecho, preguntando por él.
Me señalaron una habitación. Toqué una vez. No hubo respuesta. La puerta estaba entreabierta.
Y entonces la vi.
Claudette.
Llorando. Con maquillaje corrido. Con la mirada llena de odio.
Me miró como si yo fuera su enemiga mortal y se fue de ahí casi corriendo.
Me quedé confundida, incómoda y con un mal presentimiento creciendo en el pecho. Solo quería avisarle a mi jefe que me iba. Nada más.
Entré.
—¿Jefe? —llamé.
No había nadie en la habitación.
Caminé hacia el baño, porque desde ahí venía un sonido… suave… ahogado.
Y entonces los escuché.
Gemidos. Respiraciones tensas. Mi nombre.
—Ah… ah… Verena…
Me congelé. Mi piel se erizó.
¿Mi jefe… acababa de decir mi nombre mientras se tocaba?
La puerta estaba entreabierta.
Y ahí, frente al espejo, con la camisa abierta, los ojos cerrados, la respiración agitada y la mano bajando por su abdomen, estaba Azkarion D’Argente.
Y su voz…
Su condenada voz susurrando mi nombre como un hombre al borde del deseo.







