Mundo ficciónIniciar sesiónSalí corriendo antes de pensarlo demasiado. No quería hacer ruido, no quería llamar la atención de nadie, solo necesitaba alejarme de ahí lo más rápido posible.
Mis piernas temblaban mientras avanzaba por el pasillo alfombrado del piso cuarenta y uno, ese lugar donde normalmente reinaba el silencio absoluto… excepto esta noche, que parecía estar poseído por un eco extraño, casi burlón.
No podía dejar de preguntarme: ¿por qué mi jefe pronunció mi nombre mientras se masturbaba?
La frase retumbaba dentro de mi cabeza como un martillazo.
No lo entendía. No quería entenderlo.
Azkarion D`Argent era uno de los hombres más ricos del país, un magnate frío, distante, impecable… y aterrador.
Esa clase de billonario que vive en otro universo donde las reglas son distintas, donde el poder lo justifica todo.
Siempre había escuchado rumores sobre sus fetiches, sus fiestas, sus caprichos, sus amantes… pero jamás imaginé escucharlo gemir mi nombre al borde del clímax.
Esa imagen me carcomía desde dentro. No sabía si sentir burla, miedo o vergüenza.
Quizá todo junto.
Lo único que sabía era que me estaba volviendo loca.
¿Y si no lo hizo, si solo fue mi imaginación?
Mi mente era un caos frenético.
Respiré hondo y decidí irme. No iba a quedarme ni un segundo más con ese hombre, ni con su mirada fija, ni con ese ambiente espeso que parecía listo para devorarme.
Llegué al elevador y apreté el botón con tanta fuerza que me dolió la yema del dedo.
Cuando las puertas se cerraron estuve a punto de derrumbarme. Toqué la planta baja.
Bajé la cabeza y me abracé a mí misma. Solo quería marcharme… salir del edificio, tomar un maldito taxi y desaparecer en la noche.
Nada más. Ninguna despedida. Ninguna explicación.
Solo… salir.
Cuando las puertas del elevador se abrieron, la luz me golpeó en el rostro, fuerte, cálida… demasiado cálida.
Di un paso y me detuve en seco.
Eso no era la salida.
Era… una piscina.
Una piscina climatizada subterránea, gigantesca, rodeada de luces rojas, vapor, música estruendosa… y cuerpos.
Cuerpos desnudos. Muchos.
Cientos de pieles brillando bajo el vapor, entrelazándose en movimientos que parecían sacados de una selva primitiva.
Gemidos. Risas. Gemidos casi animales.
Era una orgía.
Hombres con mujeres. Mujeres con mujeres. Hombres con hombres. Tríos. Cuartetos.
Sexo puro, descontrol.
Me llevé una mano a la boca.
El estómago se me revolvió violentamente. Sentí que estaba invadiendo un ritual prohibido, una orgía demente donde todos habían perdido el juicio.
Volví sobre mis pasos casi tropezando. Toqué el botón del elevador y maldije al ver que no respondía.
Tenía que encontrar otra salida, cualquier salida.
Me adentré en el pasillo lateral, siguiendo las señales de emergencia. Mi respiración era un jadeo entrecortado.
El corazón me latía en la garganta. Sentí que en cualquier momento alguien me vería, me tocaría, me arrastraría hacia ese infierno húmedo.
Por fin encontré la doble puerta de cristal que daba al vestíbulo.
El alivio me golpeó tan fuerte que casi lloré. Estaba a un paso de la libertad cuando…
Una mano cerró alrededor de mi muñeca.
Me giré de golpe, paralizada.
Alexander Merchant estaba delante de mí.
No venía solo. Dos hombres más lo acompañaban, vestidos con trajes caros que contrastaban grotescamente con la suciedad moral que emanaban.
Sonrisas torcidas, ojos brillantes de perversión, respiración agitada.
Merchant me observó como si fuera un juguete perdido.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo con una voz que me heló la sangre—. Miren… el pequeño corderito de Azkarion. ¿Ya te vas, pequeña?
Mi estómago se contrajo. La forma en que lo dijo… como si fuera propiedad de alguien.
Como si mi voluntad no existiera. Como si solo fuera una presa más.
—S-sí… debo irme, señor… —murmuré, tragando saliva.
Intenté soltarme. Fue inútil.
Su mano apretó más fuerte, hundiendo sus dedos en mi piel como una garra.
—No te vas —dijo, acercándose tanto que sentí su aliento espeso en mi mejilla—. No antes de satisfacer nuestras necesidades. Te tengo unas ganas desde hace tiempo. ¿Quieres sentirlo?
Todo se nubló. Mi mente se apagó unos segundos, como si el miedo hubiera cortado los cables de mi cuerpo.
Uno de los hombres tomó mi otra mano con suavidad fingida, como si intentara tranquilizarme, y la guio hacia su entrepierna.
Grité sin voz.
Mi corazón estalló en mi pecho.
El terror se apoderó de mí de una forma que jamás había sentido antes. Me quedé en blanco.
Mi cerebro no encontraba una salida lógica.
Solo sentía esa náusea helada subir por mi garganta y esa convicción brutal de que algo horrible estaba por suceder.Mi respiración se convirtió en un jadeo. Las paredes parecían cerrarse.
El mundo empezó a girar.
Y por un instante, pensé que no iba a salir viva de ese edificio.







