La entrevista comenzó a las nueve de la mañana en punto. Llegué antes de tiempo porque necesitaba que este día fuera perfecto, como si dependiera de ello mi supervivencia emocional.
La oficina de aquella CEO—una mujer cuya marca de maquillaje era reconocida en todo el país—tenía un ambiente que me tranquilizó, apenas crucé la puerta.
Estaba llena de luz, colores cálidos, y un aroma suave a vainilla y flores blancas. Nada que ver con las oficinas frías, oscuras y sofisticadamente hostiles de D’Argent Corp.
Cuando por fin la vi, sentí un pequeño alivio que me bajó por el estómago: era hermosa, sí, pero su elegancia no era agresiva.
Tenía un aura relajada, una sonrisa auténtica, e incluso sus ojos parecían brillar con amabilidad.
Aquello me desconcertó. Siempre creí que las personas de su nivel eran como mi exjefe: mentes afiladas como cuchillos, gestos duros, voces firmes que no toleraban errores y personalidades tan arrogantes que parecían alimentarse de la vida de quienes trabajaban p