Mundo ficciónIniciar sesión—¡Déjenme en paz! —grité desesperada
Los hombres rieron, una risa cruel y burlona que resonó en mis oídos como un eco aterrador.
Mis ojos estaban al borde del llanto, sintiendo cómo la desesperación se apoderaba de mí.
Nunca en mi vida me había sentido tan pequeña e indefensa como en ese preciso instante.
La situación era tan abrumadora que lo primero que me vino a la mente fue llamarlo a él, ¡sí, a mi jefe!
Pero, ¿cómo podría hacerlo?
Los hombres me arrastraron hacia una habitación oscura y fría, donde la luz tenue de color neón que hacía la escena terrorífica.
Me lanzaron contra el suelo con una fuerza brutal, y el impacto me dejó sin aliento.
En medio del caos, escuché a Alexander Merchant gritar:
—¡Yo primero! —su voz estaba llena de ansias desmedidas, como si estuviera compitiendo en un juego macabro.
La risa de los demás se volvió ensordecedora, y mi corazón latía con fuerza, como si intentara escapar de mi pecho.
La sensación de vulnerabilidad era aplastante, y cada risa parecía burlarse de mi sufrimiento.
Uno de ellos me tomó de los brazos con una fuerza desmedida, y en ese instante, sentí que el mundo se desmoronaba a mi alrededor.
Alexander Merchant, ese desgraciado, se bajó los pantalones frente a mí.
Un miedo paralizante me invadió. Vi su virilidad frente a mí y, al mismo tiempo, un asco profundo me recorrió el cuerpo.
Mis lágrimas comenzaron a caer por mis mejillas, y temblaba, no solo por el frío, sino por el terror que se apoderaba de mí.
Era como si el tiempo se hubiera detenido, y cada segundo se volviera una eternidad de horror.
Cuando se acercó a mi rostro, mi instinto de supervivencia se activó.
Me sacudí violentamente, tratando de liberarme de su agarre, pero él solo se reía, disfrutando de mi sufrimiento.
El otro hombre intentó quitarme la ropa, soltando mis brazos, quería desgarrar mi blusa, y fue en ese momento cuando vi la mesilla a mi lado.
Sobre ella había una taza de vidrio.
Sin pensarlo dos veces, la tomé y la hice añicos, sintiendo cómo el cristal se quebraba en mis manos.
Pero no me detuve ahí; tomé un trozo afilado de vidrio, decidido a defenderme.
Ese asqueroso intentaba forzarme a aceptar su virilidad, y sus risas resonaban como el canto de cerdos.
Sentí un asco profundo, una rabia que crecía en mi interior. Fue entonces cuando, sin pensarlo, clavé el trozo de cristal en su glande.
Alexander Merchant lanzó un grito desgarrador, un sonido que nunca olvidaré.
Se alejó de mí, su rostro se deformó por el dolor, y todos los hombres me soltaron, aterrados por lo que acababa de suceder.
Era como si el tiempo se hubiera detenido, y el caos se convirtiera en un instante de silencio.
Me alejé, haciéndome un ovillo en el suelo, aun sosteniendo el cristal en mi mano.
La adrenalina corría por mis venas, y aunque sentía que el mundo se desmoronaba a mi alrededor, no podía dejar de apretar el trozo de vidrio con fuerza.
—¡No, no, maldita perra! ¿Qué me hiciste? —gritó Alexander, cayendo de rodillas mientras la sangre comenzaba a brotar de su herida.
Su grito de dolor resonó en mis oídos, y la imagen de su sufrimiento se grabó en mi mente, una mezcla de horror y satisfacción que no sabía cómo procesar.
Los hombres corrieron despavoridos, y yo, atrapada entre el miedo y la rabia, no podía más.
Sentía que iba a morir, pero no me dejaría vencer.
Si iba a morir, lo haría peleando por mi dignidad.
La lucha había despertado algo en mí, una fuerza que no sabía que poseía.
Era un sentimiento nuevo, una mezcla de valor y desesperación que me empujaba a seguir adelante, a no rendirme ante la adversidad.
El tiempo se detuvo.
Escuché pasos, pero no supe cuánto tiempo había pasado.
Solo temblaba, mis dientes castañeaban, y aún sostenía el trozo de vidrio en mis manos, apretándolo con todas mis fuerzas.
En ese momento de confusión, una voz sonó en la penumbra:
—¿Verena? Era una voz familiar, pero en ese instante no podía identificarla. La luz cegó mis ojos, y me obligué a mirar hacia arriba.
Era mi jefe, quien se había agachado para mirarme, su expresión era de preocupación y sorpresa.
No vi a Alexander Merchant; seguramente lo habían sacado de allí, llevándolo lejos de mí.
—Suelta el cristal, Verena, ya pasó —dijo él, con una calma que contrastaba con el caos que había vivido.
En ese momento, la realidad me golpeó con fuerza.
Miré el trozo de vidrio ensangrentado en mi mano, y de repente, todo el miedo y la adrenalina se desvanecieron.
La confusión que había sentido comenzó a disiparse, pero el terror seguía latente en mi interior.
De pronto, solté el cristal, viéndolo caer al suelo con un sonido sordo.
La sangre en mi mano comenzó a resbalar, y sentí cómo el terror se apoderaba de mí nuevamente.
Perdí todas mis fuerzas, y todo a mi alrededor se volvió oscuridad.







