El amanecer comenzaba a teñir de azul pálido el cielo tras los ventanales, arrastrando consigo la cruda realidad. La pregunta de Lucía —¿qué somos?— aún flotaba en el aire cargado de piel, sudor y verdad.Damián no respondió de inmediato. Su mano, grande y cálida, se deslizó por la espalda desnuda de Lucía con una ternura que no le había mostrado en cuatro años. Era la misma caricia lenta, casi reverente, que solía darle en las madrugadas de su apartamento, cuando el mundo se reducía a ellos y a la promesa tácita de un futuro. Al mirarla, toda la armadura del ejecutivo y del agente se desvaneció. En sus ojos verdes solo quedaba el hombre que ella había amado: vulnerable, agotado y desesperadamente sincero.—Egoístamente —comenzó, su voz ronca por la noche y la emoción—, quiero esto. Quiero despertar así, contigo aquí, cada maldito día que me queda. Quiero reclamarte como mía frente a quien sea. —Hizo una pausa, su mirada nublando con el peso de lo que venía—. Pero
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