La luz fría y blanca del laboratorio subterráneo, el antiguo santuario de investigación de Lysandra Orion, bañaba la escena con una claridad clínica, el contraste absoluto con la penumbra cálida de la mansión, mientras Elara, con una mezcla de reverencia y urgencia, se acercaba a una mesa de trabajo de acero inoxidable, el lugar donde la madre de Kael había luchado silenciosamente contra el veneno y la locura, un lugar donde, ahora, la nuera debía continuar la batalla por la verdad y la supervivencia. Kael, visiblemente sedado y vendado, yacía en una camilla cercana, su sueño inducido por los sedantes suaves de Helena, una necesidad forzosa para que su cuerpo, agotado por la fuga y la herida, pudiera iniciar el proceso de curación, mientras Elara sentía la presencia de su dolor distante como un murmullo sordo, una prueba constante de su vínculo."Aquí lo tienes, mi niña," dijo la señora Helena, su voz baja y reverente, mientras colocaba sobre la mesa un pequeño frasco de vidrio, un ob
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