Capítulo 1.

El olor a gasolina y cuero envejecido era lo único que Liam O’Connell conocía de la riqueza. Su uniforme de chófer, color gris carbón, era un disfraz de decencia; bajo la tela de lana se escondían las cicatrices de la preocupación.

​Apretó el volante del Bentley Silver Ghost de 1930. Las yemas de sus dedos, curtidas por años de trabajo más duro que el simple conducir, sintieron la frialdad del metal. En la guantera, escondida bajo los mapas, llevaba una factura del Sanatorio St. Jude. Doscientos cincuenta dólares. Una fortuna. El doble de lo que había ganado en los últimos tres meses.

​“Aguanta, padre. Lo conseguiré. Siempre lo hago”, se dijo, un mantra gastado que usaba para engañar al miedo.

​Desde su asiento, Liam observó la fachada de mármol de la mansión Harrington, un bastión de la alta sociedad de Manhattan. Una jaula de oro. Esperaba a la señora Harrington para llevarla a su club de bridge, pero los minutos se convertían en horas.

​Abrió la puerta del coche. La humedad del aire de noviembre le pegó el cuello de la camisa. Entró al garaje adyacente, buscando al mayordomo.

​Oyó las voces antes de ver las figuras.

¡Solo eres un chófer, O’Connell! ¡Conoce tu lugar! —El Sr. Fitzwilliam, el mayordomo de la casa, le cerró el paso con un gesto de desprecio.

—Disculpe, señor Fitzwilliam. Lady Harrington me pidió que la esperara —la voz de Liam era grave y tranquila. No se podía permitir el lujo de la ira; la ira le costaba el trabajo.

—Cambio de planes. Un escándalo, me temo. ¡Un verdadero fiasco! La familia está en crisis. No creo que Lady Harrington salga en estos momentos  —Fitzwilliam se inclinó con un falso tono de conspiración—. Si yo fuera usted, me mantendría lejos del piso superior. Hay histeria de señorita allá arriba.

Liam asintió con rostro inexpresivo.

—Histeria de señorita, ¿no lo habías escuchado antes? — preguntó la joven cocinera con una sonrisilla.

Probablemente un vestido de seda arruinado, pensó para sí. Para ellos, los problemas eran tan fugaces como la temporada de ópera. Para él, los problemas eran la cuenta del hospital.

​Regresó al coche y se sentó. Su padre. El hombre más decente que había conocido, postrado por la tuberculosis, sostenido por botellas de elixires caros que solo prolongaban la agonía. Dos meses. Ese era el plazo que le quedaba para conseguir el dinero o firmar la rendición.

***

Arriba, en el dormitorio principal, Eleanor Harrington se aferraba a un pañuelo de encaje que ya no podía absorber sus lágrimas. Su cuerpo temblaba al ritmo de los latidos de su corazón. El aire, denso por el perfume francés y la desesperación, la asfixiaba.

​El joyero de marfil en su cómoda estaba abierto, exhibiendo perlas y diamantes. Seis meses atrás, habrían sido su única preocupación. Hoy, eran testigos mudos de su fracaso.

​Seis semanas. Era el tiempo que le había tomado al Dr. Sterling confirmar el terror que venía sintiendo: estaba embarazada. No importaba que el padre fuera un senador poderoso; importaba que ese senador estaba casado con la prima de su madre y la ruina era inminente.

​La puerta se abrió con un golpe seco. La Sra. Harrington, su madre, entró envuelta en un abrigo de piel de visón, el rostro una máscara de fría furia.

¡Eres una tonta! ¡Una estúpida insensata! —La voz de la matriarca era un susurro cortante, más peligroso que un grito.

Eleanor se encogió. —¡No lo sabía, madre! Él me prometió...

​—¡Las promesas de un hombre casado valen menos que el cobre, Eleanor! ¡Piensa en la familia! ¡Piensa en tu padre! Su reputación... su membresía en el club... ¡Todo se esfumará si esto sale a la luz!

—¿Qué quieres que haga? —sollozó Eleanor, el pánico ahogándola —¿Y si… le pedimos al doctor que nos de otra opción?

—¿Qué sugieres? Acabar con su vida o con la tuya. Puedes morir, Eleanor —soltó un grito — ¿Con que piensas? —caminaba de un lugar a otro intentando pensar. —Hay que enterrar este error antes de que mate nuestra reputación. Y para eso, necesitas un esposo. ¡Ahora! Uno con suficiente honor para cumplir con el apellido Harrington y suficiente desesperación para no preguntar.

La Sra. Harrington caminó hacia la puerta y la cerró de golpe, la llave girando con un chasquido metálico.

​—Te quedarás aquí, en tu claustro de seda, hasta que encuentre una solución. Pero si no la encuentro en la próxima hora, haré lo que deba. El primer hombre de la casa que cruce el umbral de esta habitación, será tu marido.

—¡No puedes! —gritó Eleanor, golpeando la puerta con impotencia—. ¡No me casarás con... con un sirviente!

—Te casaré con el primer hombre que pueda mantener el secreto, hija. Y créeme, los hombres pobres y endeudados tienen un precio muy bajo.

***

​Liam estaba harto de esperar. Habían pasado casi dos horas. Su padre necesitaba ese medicamento antes del anochecer. Con una decisión firme, salió del coche y se dirigió a la entrada de servicio, decidido a preguntar si podía irse o si debía esperar toda la noche.

​Mientras caminaba por un pasillo secundario, buscando a un lacayo, escuchó un grito ahogado proveniente de un ala que rara vez frecuentaba. Era la zona de los dormitorios principales, un laberinto de secretos y terciopelo.

​El grito era el de una mujer sollozando, y venía de la que parecía ser una alcoba de las principales. El honor de Liam se impuso a su cautela. No podía ignorar lo que sonaba a peligro.

​Caminó hacia la puerta, puso la mano en el pomo. Estaba cerrada, pero no bajo llave. ¿Una trampa? ¿Un juego? No le importaba. Abrió la puerta apenas un palmo.

¿Señorita? ¿Está todo bien? ¿Se encuentra a salvo? —preguntó, sintiéndose tonto por su intromisión, pero incapaz de irse.

La luz de la lámpara de araña cayó sobre dos figuras. Eleanor, de pie junto a la cama, con los ojos rojos, mirándolo con horror y asco. Y la Sra. Harrington, de espaldas, que se giró con una sonrisa lenta y calculada, la expresión de un depredador que acababa de ver a su presa.

​—¡Oh! Joven O’Connell... —Su voz era dulce como el veneno—. Qué afortunada coincidencia.

Eleanor comenzó a gritar desesperada —¡Vete! No cruces esa puerta, estúpido… ¡Veteeee de mi habitación!

Liam, todavía en el umbral, vio el terror en los ojos de Eleanor. Sintió un frio recorrer su cuerpo.

​—Solo venía a preguntar...

La Sra. Harrington lo interrumpió, alzando una mano con anillos que valían la deuda de su vida.

​—No hace falta que pregunte más. Ha cruzado la puerta en el momento justo. Escúcheme bien. Fitzwilliam me ha informado bien de las deudas de su familia. Sé del tratamiento de su padre. Yo puedo resolver sus problemas esta misma noche. Le ofrezco quinientos dólares en efectivo, y una renta vitalicia para su padre.

Liam tragó saliva, pensado en lo inusual de esa situación. La cifra era una locura. La solución a su infierno.

​—Señora, no entiendo. ¿A cambio de qué?

La Sra. Harrington sonrió, señalando a Eleanor, quien se había quedado petrificada.

​—A cambio de una cosa simple, Sr. O’Connell. Usted se casará con mi hija a primera hora de mañana. Y será el padre de su hijo.

El aire se congeló en los pulmones de Liam. Era una propuesta inusual, la cual lo salvaría de sus problemas.

​Eleanor rompió el silencio con un grito ahogado de rabia y humillación: ¡No! ¡Antes muerta que casada con un hombre de esta calaña! ¡Madre, no me hagas esto! —se arrodilló frente a ella. La mujer furiosa la tomó por un brazo y la sentó en la cama.

​Liam sintió el golpe como una bofetada. Su dignidad se resquebrajó, pero la imagen de su padre enfermo lo sostuvo.

​El brillo de los quinientos dólares era la única luz en la oscuridad de su desesperación.

​—Acepto —murmuró Liam,  con el alma temblando, pero su voz era firme—. Acepto el contrato.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP