Capítulo 23. Gruñevra
El murmullo de la oficina disminuyó lentamente. Uno a uno, los empleados se retiraron, apurados por salir de la tensión que Ginevra había sembrado en la mañana. Yo me quedé en la entrada, respirando hondo, intentando armar coraje. Cada gesto suyo era fuego concentrado; acercarme antes habría sido una estupidez monumental. Esperé. Observé cómo recogía papeles, revisaba planos y daba órdenes, sin siquiera mirar hacia la puerta.Cuando por fin quedamos solos, la habitación se sintió más pequeña, más cargada. El silencio era denso, casi cortante, y yo sentí que cualquier paso en falso podía desatar un segundo incendio. Cerré la puerta detrás de mí y me quedé allí, de pie, los brazos colgando, sintiendo el peso de todo lo que no se decía.—Ginevra —dije, dejando que mi voz llenara el espacio—. ¿Qué te pasa?Ella me miró, recta como siempre, pero por un instante noté un pequeño temblor en la comisura de sus labios, algo que no había visto antes. No dijo nada de inmediato. Solo cruzó los bra
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