La tensión había alcanzado un punto de ebullición silenciosa. Durante tres días, Olivia y Alexander habían interactuado como dos espectros corteses, cada palabra medida, cada gesto calculado para mantener la máxima distancia con la mínima fricción. Pero para Olivia, la presión interna era insoportable. La duda, como un ácido, le corroía las entrañas. Ya no podía soportar la ambigüedad, la niebla de incertidumbre en la que se debatía cada instante junto a él. Necesitaba una respuesta, una confrontación que, esperaba, despejara el aire envenenado o, al menos, le diera la certeza brutal de saber a qué atenerse.La oportunidad surgió en el ático, una tarde lluviosa que teñía de gris el lujoso interior. Alexander estaba de pie frente al ventanal, contemplando la ciudad borrosa mientras sostenía una taza de café frío. Olivia lo observó desde la entrada, su silueta recortada contra la luz difusa. Parecía... solo. Y esa soledad, real o actuada, fue la chispa que incendió su paranoia acumulada
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