Las campanas de la iglesia de Santa Ana cantaban en el frío aire matutino, su lamentoso repicar flotando por las calles como un lamento por un alma que se fue demasiado pronto. A dos manzanas, el eco aún resonaba — suave, constante, acongojado. Los dolientes llenaban los callejones estrechos, envueltos en negro, los hombros encorvados bajo el peso de la pérdida, los ojos huecos por noches de llanto.Esa mañana marcaba la misa funeral del padre Andrew. Dentro, la iglesia parecía llorar también — las paredes pesadas de silencio, los vitrales ensombrecidos por la pena, como si hasta el cielo inclinara la cabeza. Los himnos surgían lentos y solemnes, tejiéndose entre los bancos, vibrando contra las altas bóvedas. En el altar, un ataúd blanco yacía adornado con lirios y rosas silvestres. Fotografías enmarcadas lo rodeaban — el padre Andrew como joven seminarista, como párroco, como el hombre cuya bondad había llenado una vez este lugar sagrado.Pero nadie esperaba lo que vino después — la
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