La luna creciente colgaba en el cielo como una garra plateada, su luz fría colándose por la ventana entreabierta de la cabaña de Lucía. El aire aún olía a sudor y pasión, un recordatorio de la intensidad castigadora de Jacob. Él yacía a su lado, su pecho ancho subiendo y bajando en un ritmo más tranquilo ahora, el fuego de los celos reducido a brasas. Lucía, con la espalda marcada por sus manos y el hombro amoratado por sus mordiscos, se giró hacia él. Sus dedos trazaron el tatuaje de llamas en su pecho, un gesto suave para traerlo de vuelta a la ternura.—Jacob —murmuró, su voz áspera tras los gritos de antes—. Mírame.Él abrió los ojos, dorados de nuevo, con Jay retrocediendo al fondo de su mente. La miró con esa intensidad que siempre la hacía temblar, pero ahora había un destello vulnerable, un alfa desnudo más allá de la carne. —¿Qué, gatita? —preguntó, su voz baja, casi un gruñido suave.Ella se apoyó en un codo, las sábanas resbalando para dejar al descubierto sus pechos. No se
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