El séptimo día del asedio amaneció gris, con el cielo cubierto de nubes bajas y pesadas. El humo de las hogueras se mezclaba con la neblina, creando un velo espeso que olía a hierro, sudor y ceniza. En el bastión improvisado de los aliados, los hombres murmuraban, cansados, esperando la orden de un desenlace que no llegaba.Dentro del pabellón de mando, el ambiente era aún más denso. Varengar, el virrey de Karvelia, caminaba de un lado a otro como una fiera enjaulada, los nudillos blancos sobre el pomo de su espada. Gaerón, en cambio, permanecía erguido, las manos detrás de la espalda, como un muro que no cede. Entre ambos, el príncipe Deryan, con su juventud marcada por una compostura más firme de la que solía mostrar, intentaba mantener la calma en la sala.—¡Le tuve bajo mi espada! —bramó Varengar, clavando la mirada en Gaerón—. ¡Ese maldito cachorro habría muerto y todo esto ya estaría terminado!Gaerón respondió sin alzar la voz, pero cada palabra cayó como una piedra.—El rey fu
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