El fragor de la guerra llevaba ya tres días devorando las murallas de Sarnavel. El humo de los incendios manchaba el cielo y el olor a hierro y carne chamuscada impregnaba cada calle del bastión.
El príncipe Deyran no había dormido más que breves instantes, siempre armado, siempre en movimiento. Desde lo alto de la muralla oriental, gritaba órdenes con la voz ronca por el cansancio.
—¡Alzad los escudos! ¡No dejéis que rompan la línea!
A su lado, los jóvenes soldados lo miraban con un respeto que iba creciendo con cada carga rechazada. La sangre le manchaba la armadura, pero sus ojos ardían con la misma firmeza que el primer día.
En el bastión central, el virrey Varengar dirigía la defensa con fría estrategia. Había dividido a los trece mil hombres entre los accesos principales, guardando siempre una reserva lista para taponar cualquier brecha. Su voz grave retumbaba en la sala de mando, mientras los mensajeros entraban y salían jadeando. —El tercer portón aguanta. Los ballesteros