Kael permaneció de pie, con la sombra de las llamas dibujándole un rostro endurecido. Su silencio era más pesado que cualquier palabra. Aelyne lo observaba con los ojos cargados de expectación, como si en la próxima frase pudiera decidirse la vida o la muerte de Sarnavel.
Finalmente, el rey habló: —Convocad a mis lores… y a Lord Gaeron.
El soldado asintió de inmediato, retrocediendo con una reverencia torpe antes de salir apresurado. La puerta quedó cerrada, y el murmullo del pasillo se extinguió.
Kael se giró hacia Aelyne, acercándose a ella con paso lento.
—Si marcho con todo mi ejército, Dravena quedará expuesta. Si envío solo un destacamento, Karvelia podría caer antes de que lleguemos.
Aelyne respiró hondo, clavando la mirada en él como una daga.
—¿Entonces? ¿Dejaréis que mi pueblo muera mientras vos resguardáis las murallas de vuestra piedra rota?
Kael alzó la voz, un rugido que hizo vibrar los muros:
—¡No me provoquéis, Aelyne! Vuestro pueblo es ahora mi pueblo, vuestra