El invierno había encerrado a Dravena en un silencio blanco. Los caminos estaban cubiertos de hielo, los bosques parecían dormidos bajo la escarcha, y aun así, en Véldamar las hogueras no se apagaban y los graneros no estaban vacíos. Contra todo pronóstico, el reino prosperaba: había pan en las mesas, leña en los hogares y oro en los cofres. Oro que nacía de las entrañas de la mina de Akaroth, un secreto cada vez más difícil de contener.
En el salón del trono, el rey Kael escuchaba a sus consejeros con gesto severo, cuando las puertas se abrieron de golpe. Un heraldo, cubierto de nieve, se inclinó hasta casi rozar el suelo.
—Majestad, emisarios de Tharavos han solicitado audiencia. Vienen escoltados, pero desarmados, y aseguran hablar en nombre de su reino.
El silencio se quebró en la sala. Las miradas se cruzaron con inquietud: era inusual, casi una afrenta, que enviados de Tharavos hubiesen cruzado tierras del Imperio para presentarse en Dravena sin previo aviso. Kael, con la man