El calor del verano se filtraba hasta el salón del trono, sofocante aun con las ventanas abiertas. Kael había pasado la mañana revisando informes sobre refuerzos en la frontera, cuando un heraldo irrumpió, empapado en sudor, inclinándose torpemente.
—Majestad… el Archiduque Severian, hermano del Emperador, ha llegado con su comitiva.
El murmullo recorrió la sala. No era un emisario cualquiera, ni un diplomático de segunda línea: era sangre imperial. Kael dejó la pluma y, por un momento, se quedó quieto, como si hubiera escuchado un veredicto.
Cuando Severian entró, la corte se inclinó. No hubo trompetas, pero su sola presencia bastaba para llenar la sala. El archiduque era alto, de rostro anguloso, y vestía con la sobriedad de quien no necesita adornos para mostrar poder. Tras él marchaban capitanes y un pequeño séquito de escribanos.
Kael bajó del trono unos pasos, en señal de respeto. No podía permitirse la soberbia frente a alguien así.
—Bienvenido a Véldamar, Alteza. Mi casa