El amanecer en Ashbourne no traía alivio, sino un silencio cargado de vigilancia. Desde su ventana, Lady Eleanor observaba los jardines donde los criados recortaban los rosales con un esmero casi militar. Todo en la casa parecía ordenado para dar la ilusión de paz, y sin embargo, bajo ese barniz, cada movimiento suyo era seguido, medido, juzgado.Lady Whitcombe había redoblado su presencia junto a la hija: rezos compartidos, lecciones de bordado, incluso la tediosa lectura de sermones. Eleanor respondía con la sonrisa dócil de quien acepta su destino, pero tras cada página de moral cristiana, su mente viajaba hacia el sur, hacia Gabriel.Ashford no se mostraba tan paciente. Ahora que había dejado caer ante la mesa familiar sus intenciones de matrimonio, su presencia era como un grillete invisible: siempre
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