Las campanas de Saint-Sulpice repicaban sobre la ciudad, sus notas cayendo desde las alturas, claras, frías y distantes. En la oscuridad húmeda de los túneles que serpenteaban bajo el cauce del Sena, su eco llegaba distorsionado, apagado por toneladas de piedra y tierra, como si la propia entraña de París lo filtrara y lo devolviera convertido en un lamento antiguo y desgastado. Gabriel, apoyado contra la pared fría, levantó la cabeza. Por un fugaz momento, aquel sonido le pareció de una pureza tan cristalina que casi pudo imaginar a Eleanor al otro lado de esa música celestial, de pie frente a la ventana de la buhardilla, mirando el mismo amanecer pálido que él, sepultado en las tinieblas, no podía ver.El aire estaba cargado de humedad. El
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