El carruaje avanzaba lento por los caminos embarrados, aún húmedos del rocío matinal. Eleanor, envuelta en su capa, miraba el paisaje sin verlo. Tenía la sensación de flotar, como si su cuerpo siguiera allá, entre las sábanas tibias de la posada, bajo los brazos de Gabriel.Nunca, en toda su vida educada y reprimida, había experimentado algo semejante. Cada caricia de sus manos, cada palabra susurrada en la oscuridad contra su piel, cada beso que había explorado su cuerpo con devoción y hambre, había borrado de un solo golpe a la muchacha dócil y predecible que todos esperaban que fuera. Ahora llevaba grabada en la piel, en lo más profundo de sus huesos, la marca invisible e indeleble de un amor que ya no podía—ni quería—negar.Pero el amanecer t
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