El reloj marcaba las ocho de la mañana cuando Adrián abrió lentamente los ojos. La habitación estaba en penumbras, con las cortinas aún cerradas, pero la luz que se filtraba era suficiente para incomodarlo. Sentía la boca seca, la cabeza pesada, como si hubiera bebido más de lo habitual la noche anterior.Se incorporó con dificultad. Se levantó, aún con el sabor amargo del vino en la lengua, y recordó la cena. Recordó el brillo distante en los ojos de su esposa, las palabras esquivas, y el sabor extraño en el último sorbo que había dado antes de que todo se desvaneciera.Un rayo de lucidez lo atravesó.—No… —susurró, con incredulidad primero, con furia después—. ¡No!Bajó apresuradamente las escaleras. La mesa aún estaba puesta, los platos a medio comer, las copas con restos de vino. El silencio de la casa se volvió insoportable.—¡Miranda! —rugió con una voz que resonó en las paredes.Corrió hasta la cocina, luego a las habitaciones de servicio, al estudio, al jardín. Nada. Ella no e
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