El viaje de regreso a la villa fue un descenso a los infiernos en silencio estéreo. Matteo conducía con los nudillos blancos sobre el volante, emanando una furia fría que llenaba el habitáculo, mientras Elisabetta miraba por la ventanilla, viendo cómo el paisaje familiar de Amalfi se desdibujaba a través de las lágrimas que se negaba a derramar.Cuando los portones de hierro de la villa se cerraron tras ellos con un estruendo metálico, Elisabetta sintió que el sonido no era de seguridad, sino de sentencia. La casa, que siempre había sido su refugio de luz, se alzaba ahora ante ella como una fortaleza inexpugnable, una prisión.Lorenzo los estaba esperando en el vestíbulo principal.No estaba sentado. Estaba de pie, en el centro del salón, con los brazos cruzados y una postura rígida. Aurora estaba a unos pasos detrás de él, con las manos entrelazadas, una figura de preocupación silenciosa. No temía lo que Lorenzo fuera a decirle a Elisabetta, sino el secreto que su hija le ocultaba, e
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