La tercera noche cayó sobre la montaña como un telón de plomo. No hubo transición suave entre la tarde y la oscuridad, la tormenta simplemente apagó la poca luz gris que quedaba, dejando a la cabaña suspendida en un vacío negro y aullante.El teléfono satelital seguía sobre la mesa, mudo, burlándose de Aurora con su silencio de plástico y circuitos.Aurora había enviado a los niños a la cama temprano, agotando sus últimas reservas de energía para leerles hasta que el sueño los venció. Ahora, sola en la sala principal, sentía que la cabaña se había vuelto inmensa. Las sombras proyectadas por el fuego parecían estirarse, tomando formas grotescas en las paredes de madera.No podía sentarse. Caminaba de un lado a otro, sus pasos amortiguados por la alfombra gruesa, trazando una ruta invisible entre la ventana y la chimenea. Cada vez que pasaba junto al teléfono, su corazón daba un vuelco doloroso, esperando un sonido que no llegaba.El plazo de las cuarenta y ocho horas era un cadáver en
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