14. Un Hombre que estremece
La noche había sido larga, demasiado larga para una mujer que se sentía atrapada en medio de un tablero donde cada movimiento no dependía de su voluntad, sino de los caprichos y deseos de otros. Shaya se encontraba sola en la inmensa residencia de los Allen, sentada en un sillón de terciopelo color esmeralda, frente a la ventana que daba hacia el corazón iluminado de Nueva York. Afuera, las luces de la ciudad brillaban como estrellas artificiales, pero ninguna lograba iluminar el pozo oscuro de su pecho.El reflejo del vidrio le devolvía la imagen de una mujer que apenas reconocía, cabello desordenado, labios resecos, ojeras que parecían manchas permanentes en su rostro. “¿Quién soy ahora?”, pensó con amargura. Había sido esposa, madre, alguien que soñó con una vida estable y tranquila. Pero ahora, esa mujer parecía una sombra de sí misma, reducida a recuerdos rotos y a la sensación constante de estar siendo observada, medida, utilizada.Por una parte, estaba su propio ego, su orgullo
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