El viaje fue un vacío sensorial. La capucha de tela áspera olía a sudor y a humo, adhiriéndose a su boca con cada jadeo forzado. Los sonidos llegaban distorsionados: el rugido de un motor, el traqueteo de un vehículo sobre terreno irregular, las voces lacónicas de sus captores. Clara intentó memorizar giros y cambios de velocidad, pero la desorientación era total. El tiempo perdió su significado, estirado en una larga cuerda de ansiedad.Finalmente, el vehículo se detuvo. Manos rudas la bajaron y la guiaron sobre una superficie lisa y fría. Ascensores que susurraban su desplazamiento. Pasillos donde sus pasos resonaban con un eco metálico y estéril. El aire cambió; ya no olía a tierra o explosivos, sino a un filtrado artificial, a limpieza agresiva, a un ambiente controlado hasta la obsesión.La capucha fue retirada de un tirón.Clara parpadeó, cegada. No por la luz del sol, sino por la blancura. Una blancura absoluta, implacable, que emanaba de las paredes, el techo y el suelo de la
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