El salón del club de ópera brillaba con luces doradas, copas de champán y conversaciones. Era una de esas noches en las que los apellidos importaban más que las risas. Las mujeres llevaban joyas que podían pagar una casa; los hombres, trajes que desprendían olor a poder.Avancé entre ellos con la cabeza en alto, con un elegante traje negro que delineaba perfectamente mi figura sin exceso. Mi sola presencia bastaba para que todos se volvieran a mirarme. Desde mi boda, los Montenegro no habían faltado a un solo evento social, aunque todos sabían que eso era pura fachada.A mi lado caminaba Alejandro, con su eterna expresión fría, mandíbula tensa, ojos oscuros fijos en algún punto invisible. Parecía tallado en hielo. Pero esa noche noté algo en Alejandro: sus manos se tensaron sobre mi copa. Sus ojos… había algo ardiendo en ellos, algo que no supe nombrar.No sabía si temerle o desearle.—Sonríe —susurré sin mirar—, si no pensaran que me odias.<
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