A cientos de kilómetros de allí, en el rancho Falcone de Texas, la tensión era tan palpable que ni el aire acondicionado podía enfriar el ambiente. El despacho de Mike Falcone olía a madera vieja, a cuero y a poder acumulado durante generaciones. Las paredes estaban cubiertas de fotos de cacería, diplomas, retratos familiares enmarcados en oro. El reloj antiguo de péndulo marcaba los segundos con un eco grave, como si acompañara cada latido de la tensión que allí se vivía.Michael caminaba de un lado a otro, los puños cerrados, la mandíbula apretada como cuando estaba en el campo de batalla. Patrick, sentado frente al escritorio de su padre, se llevaba las manos al cabello, desesperado. Mike, en su sillón de respaldo alto, golpeaba la mesa con la palma cada tanto, intentando mantener la calma, aunque su rostro curtido y endurecido por los años mostraba grietas de angustia.—¡No puede ser, maldita sea! —rugió Patrick de pronto, poniéndose de pie con violencia—. ¡Se llevaron a mi hija
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