Rubén asintió en silencio, mirando de nuevo por la ventana. El jardín, con sus rosales bien cuidados y el césped recién cortado, se veía tranquilo, como si nada pasara. Pero dentro de él no había calma: su corazón estaba en guerra, golpeando con fuerza dentro de su pecho.Se giró despacio hacia su madre, y con voz cansada murmuró:—Lo sé, mamá… lo sé.Ángela, que lo observaba con la serenidad de una madre que todo lo entiende sin necesidad de palabras, inclinó la cabeza y suspiró.—Hijo —dijo con suavidad—, no te mortifiques tanto. Todo saldrá bien, ya lo verás.Rubén forzó una sonrisa, aunque su mirada seguía cargada de preocupación.—Gracias, mamá. Por cierto… —Se acomodó un poco en el sillón, buscando distraerse—. Aisel está en su habitación.Ángela asintió, y justo antes de salir del despacho, añadió con esa mezcla de ternura y picardía que la caracterizaba:—Sí, hijo. Está con su madre… ya sabes, esas conversaciones largas entre madre e hija.Rubén esbozó una sonrisa más genuina.
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