Elio estaba en su oficina con un fuerte dolor de cabeza producto de la resaca. Sobre el escritorio se apilaban documentos pendientes de firmar; los revisaba uno a uno con desgano, hasta que el sonido de su teléfono interrumpió el silencio.
Lo tomó con cierta pereza, pero en cuanto vio el nombre en la pantalla, su semblante cambió.
Era un mensaje de Cristina:
“Isaac quiere verte.”
Elio se quedó inmóvil unos segundos, leyendo una y otra vez aquellas palabras, como si temiera que desaparecieran. Una sonrisa se dibujó en su rostro y, con manos temblorosas, comenzó a escribir la respuesta:
“No sabes lo feliz que me haces al decirme que mi hijo quiere conocerme. ¿Cuándo puedo ir a verlo?”
El mensaje de Cristina no tardó en llegar:
“Puedes venir en la tarde, como a las seis. ¿Te parece?”
Elio acarició la pantalla con la yema de sus dedos, como si pudiera tocarla a ella y a su hijo a través de aquel simple mensaje.
—Sí… —susurró para sí mismo, y escribió—: “Estoy de acuerdo. Te espero entonce