Elio, al escuchar aquellas palabras, apretó sus manos con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos. El silencio que siguió fue tan espeso que parecía que el aire mismo había decidido detenerse, como si la casa contuviera la respiración. La tensión flotaba en la sala, cargada de recuerdos que dolían y reproches que aún sangraban.
Finalmente, Elio levantó la mirada hacia Cristina. Sus ojos, enrojecidos y cansados, tenían un brillo extraño, mezcla de desesperación y súplica.
—Cristina… —dijo en un susurro ronco—. Piensa en lo que estás diciendo. Hazlo por el bienestar de nuestro hijo.
Cristina lo observó fijamente. Sus ojos oscuros, firmes y fríos, no pestañearon ni una sola vez. Había en ellos una mezcla de dolor y rabia contenida, una cicatriz que no había cerrado.
—¿En serio, Elio? —preguntó con ironía, cada palabra atravesando el aire como un cuchillo—. ¿De verdad crees que quiero volver contigo?
Él intentó responder, pero ella no le dio espacio.
—¿Acaso se te olvidó quién m