La voz de Valentina me hizo darme cuenta de la preocupación que sentia por su madre —Aquí está —respondió Isabel, con una felicidad que parecía desbordarla por completo—. ¡Valentina, aquí está Valeria!— ajena a cualquier otra cosa, me señaló con una sonrisa llena de lágrimas. Para ella, yo era Valeria, la hija que habia muerto. Para mí, todo se estaba complicando demasiado rápido. —Mamá… suéltala —pidió Valentina con cuidado. Pero Isabel no la escuchaba. Sus manos seguían aferradas a mí con una fuerza inesperada, como si de verdad temiera que pudiera desvanecerme en cualquier momento. Estaba absorta, perdida en esa ilusión dolorosa de que su hija había regresado de la muerte. —Aquí estás… —seguía repitiendo con un brillo febril en los ojos—. Sabía que te encontraría. El pánico me recorría la piel. Yo trataba de hablar, de explicarle, pero su mirada atravesaba mi voz, viendo algo más allá de mí, algo que yo no podía darle. —¡Mamá! —esta vez Valentina alzó la voz, más firme,
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