La lluvia comenzó como un roce tímido contra los ventanales del departamento de Anna y, en cuestión de minutos, se volvió un rumor constante que parecía envolverlo todo. La ciudad, allá abajo, brillaba en charcos y luces rojas intermitentes; el tráfico parecía un río lento arrastrando sus propios secretos. Lissandro permanecía en la cama, acurrucado en la espalda de Anna, con un brazo rodeando su cintura. Le gustaba la forma en que encajaban, como si el cuerpo de ella hubiera sido pensado para descansar justo ahí, en el hueco que su vida había dejado libre.Ella fue la primera en moverse. Se incorporó con una quietud casi ritual, dejó que la sábana resbalara por su espalda, se puso una bata y caminó descalza hasta el ventanal. La luz gris de la mañana le pintó la piel con un tono nacarado. Abrió el pestillo, salió al balcón y se dejó mojar por aquella llovizna fina que, más que empapar, acariciaba.—Vas a resfriarte —murmuró Lissandro desde la cama, con la voz grave todavía áspera de
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