La sala del directorio estaba en silencio absoluto. El aire olía a cuero, a madera antigua y a poder acumulado. Todos los miembros del consejo habían dejado de lado las conversaciones; sus miradas estaban fijas en la pantalla gigante que dominaba la pared.
El abogado presionó el control remoto, y de pronto el rostro de Valentino San Marco llenó la sala. Su voz ronca, grave, arrastraba el peso de los años y de la autoridad que incluso muerto aún imponía.
—Bueno… si están viendo esto es porque ya no estoy con ustedes —empezó, con una pausa larga y un suspiro que resonó en el pecho de todos—. Lo primero que quiero hacer es agradecer a mi esposa Amanda, por tantos años de amor incondicional que me brindó.
Hubo un murmullo entre los presentes. Anna, con la mano entrelazada a la de Lissandro, no apartaba la vista de la pantalla.
Valentino continuó:
—Deben estar asombrados al ver a mi otro hijo entre ustedes. Se los presento: Lissandro San Marco. Leandro jamás fue hijo único… siempre tuvo un