Me llevaron a lo que, según dijeron, sería mi habitación. Una joven de la manada me guió en silencio, aunque su mirada hostil hablaba más que cualquier palabra. Caminaba un paso delante de mí, los hombros tensos, como si el simple hecho de tener que conducirme por los pasillos de la fortaleza fuera una humillación personal.No me sorprendía. Desde que crucé los muros de Kaelthorn, cada par de ojos que me miró lo hizo con desprecio. Yo era la intrusa, la pieza forastera que nadie pidió en este tablero de poder.La puerta se cerró tras de mí con un golpe seco. La habitación era amplia, sobria, con paredes de piedra gris y un ventanal que dejaba entrar la fría luz de la tarde. Había una cama enorme en el centro, cubierta por sábanas oscuras que parecían heladas al tacto. Apenas la vi, me dejé caer sentada sobre ella, dejando escapar un suspiro que llevaba horas conteniéndose.Estaba cansada. Cansada del viaje, del silencio impenetrable de Dante, de las miradas que me devoraban como colmi
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