El silencio en el salón del Concejo era denso, pesado como una losa. El aire olía a incienso y a piedra fría, y las antorchas clavadas en los muros proyectaban sombras que parecían observar cada movimiento.En el centro, frente a los doce asientos elevados, Adrián permanecía erguido, con la espalda recta y los ojos encendidos de determinación. A un paso detrás, Emili sostenía su mirada fija en él, como si con solo estar allí pudiera sostenerlo. A los lados, Mateo y Leandro se mantenían firmes, en un silencio respetuoso pero con los músculos tensos, listos para cualquier estallido.A pocos metros, con la misma calma arrogante que lo caracterizaba, Erick observaba a su hermano. Sonreía apenas, con ese gesto que parecía un insulto disfrazado de cortesía. A su lado, Ester —su madre y la de Adrián— lo miraba con orgullo, aunque sus ojos se endurecieron al posar en Adrián.Uno de los ancianos del Concejo, un hombre de barba blanca y ojos oscuros como la noche, fue el primero en hablar.—Hem
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