76. Fuego y cenizas.
No sé en qué momento el aire comenzó a arder, si fue antes o después de que el niño hablara por primera vez con su verdadera voz, esa que no tiene edad ni carne, sino la vibración de algo que pertenece al origen mismo de los ciclos. Lo observo frente a mí, erguido sobre las losas agrietadas del santuario, envuelto en un resplandor que no es luz pero tampoco sombra, más bien una danza de brasas invisibles que no consumen su piel, sino la mía, como si cada chispa me recordara que lo que engendré no me pertenece, que el fuego lo reconoce como suyo y lo protege de mí, mientras a mí me desnuda, me expone, me hiere.—No quise nacer para esto —dice, y sus labios casi no se mueven, pero su voz retumba con una gravedad que ningún niño debería poseer—. Tú me hiciste así.Me estremezco. No es la voz de un hijo que reclama a su madre, sino el eco de un dios olvidado, o de un demonio que alguna vez amé y que ahora me exige cuentas. Siento que lo había oído antes, en algún rincón de mis recuerdos s
Ler mais